martes, 24 de febrero de 2009

Donde reina la violencia. Apuntes laudatorios para una breve semblanza biográfica de Frank DeLaVega

Frank DeLaVega nació en algún momento del final del siglo pasado, antes del “gran acontecimiento” que daría lugar a la configuración política de mundoRReal. El lugar, aunque desconocido con exactitud, bien pudiera ser ubicado con toda probabilidad en cualquiera de las zonas suburbiales que rodean las áreas protegidas del Distrito Centro en Babilonia West, y a no excesiva distancia de las mismas, habida cuenta la regularidad con que nuestro personaje las frecuentaba, dejando su rastro en ellas.
Podríamos decir que DeLaVega era un escritor, aunque también algo parecido a aquello que en otros tiempos se llamara un “activista político”. “En tiempos de paz, vigila el peligro”, escribía por ejemplo DeLaVega con trozos de cinta adhesiva sobre el pavimento (un posible lugar: la entrada de la boca del metro); se dice que era capaz de escribirlo a una velocidad increíble, y salir después corriendo como el rayo antes de que los servicios del orden de mundoRReal le echaran la mano encima. Pese a la diligencia de las autoridades en borrar todas las pistas de un posible disenso, siempre daba tiempo de que alguien que pasaba pudiera cuando menos extrañarse con aquellas frases que DeLaVega escribía de tan peculiar modo. Y sólo por eso él consideraba que cualquier riesgo merecía la pena.
Después DeLaVega pasaría a ejercer su peculiar sentido del activismo artístico en un lugar tan clásico como los retretes públicos, preferentemente los de bares, estaciones y cafés, aprovechando para ello cualquier superficie que lo permitiera: los marcos de los espejos y las traseras de las puertas estarían no obstante entre sus preferidos, y en ellos desgranaría textos propios junto con otros procedentes de algunos de sus libros favoritos (como aquel fragmento del “Gran Gatsby” en el que se hacía referencia al carácter evocador de los olores y su capacidad de desencadenar una sucesión de conexiones en nuestra memoria: su contextualización era, en este caso, evidentemente, la clave del acierto).
Tras una época de frenética actividad se perdió su pista en las calles, dando pie su desaparición al surgimiento de todo tipo de rumores entre el para entonces relativamente amplio grupo de seguidores del poeta: desde quien pensaba que simplemente habría cambiado de ciudad, hasta quien aseguraba haberle visto vestido de traje y corbata entrando en el edificio de una gran editorial, pasando por los más apocalípticos, que no dudaban en afirmar que debía de haber sido detenido por las fuerzas de seguridad y sometido a alguna “cura psicológica” para inadaptados.
Cuando años más tarde, y después de que todos estos rumores hubieran dado paso definitivamente al olvido, comenzara a aparecer por todas partes aquel pequeño dibujo con la cara triste de un muñeco al que acompañaba la leyenda “Frank´s depression Poetry”, nadie recordaba ya que hubiera habido nunca un escritor llamado DeLaVega; y esa falta de reconocimiento redundaba en la autoproclamada depresión del poeta, y ésta a su vez enmudecía las frases que otrora le dieran fama entre las mentes más inquietas de mundoRReal.
Nunca después volvimos a saber nada más de DeLaVega.

miércoles, 18 de febrero de 2009

Donde reina la violencia. Introduciendo a El-Puto-Amo

Tenía que andar ahora con mucho ojo El-Puto-Amo, después de que detuvieran a Rey Bobo y a Pequeña Kim por pintar sus tags en el autobús de la línea 13; era bastante seguro que, tras las hostias preceptivas, todos los monos del distrito centro estarían en estos momentos buscando su brillante cresta de pelo negro entre la heterogénea maraña de chicos de alrededor de doce o catorce años que pululaban por el barrio.
“¡Agosto es el mes del sexo anal!”, ponía en el escaparate de aquel sexsxhop feminista que había camino del parque: una bonita invitación para que su firma apareciera, verde fosforescente, indicando el comienzo de su periplo mañanero.
Aún no podía entender cómo les habían pillado de forma tan fácil: sabían desde hace meses que todos los buses llevaban cámaras y circuitos cerrados de vídeo, y que grababan hasta el vuelo de las moscas. Además, hacía años que la legislación de mundoRReal había dejado de considerar a los menores como sujetos jurídicos protegidos, y eran la carne de cañón favorita de una excesivamente numerosa plantilla policial. Por lo demás, que el abogado de oficio reclamara mecánicamente el “derecho a la libertad de expresión” o hiciera referencia a que los detenidos en realidad ejercían una actividad artística, ya ni siquiera era motivo de risa entre los asistentes a las vistas judiciales.
Algo más adelante, encontró el kiosko de Txoni-el-viejo aún abierto. Revolviendo entre sus cajas de cartón llenas de publicaciones amarillentas, donde se mezclaban anuarios deportivos, comics porno y manuales políticos clandestinos, El-Puto-Amo descubrió, entusiasmado, un viejo fanzine sobre DeLaVega, aquel escritor y grafitero mítico que todas las pandillas de mundoRReal, fueran de la facción que fuesen, adoraban, pese a ni siquiera haber llegado a conocer uno solo de sus comentados escritos con cinta adhesiva: todos eran demasiado jóvenes. Lo compró sin dudarlo, gastándose el poco dinero que llevaba encima.
Se tumbó sobre la hierba seca del parque, entre latas vacías de cerveza y bolsas de plástico, y se puso a leer el fanzine con avidez: “En tiempos de paz, vigila el peligro”. No tuvo tiempo de seguir leyendo mucho más, pues, cuando sintió que un coche se detenía frente a la entrada del parque, se dejó llevar intuitivamente por las palabras de DeLaVega, y escapó tan rápido como pudo sin siquiera mirar atrás una sola vez.
Así era la vida diaria en mundoRReal. Algo tensa y fatigosa, de no ser que se tuviera catorce años.
Así era El-Puto-Amo, rápido, desconfiado, arrogante e infantil; no en vano, uno de los más famosos artistas del barrio.

lunes, 9 de febrero de 2009

Donde reina la violencia. El sueño de Pequeña Kim

Cuando, en tardes como ésta (recién salida del maco), surcaba las calles montada en su monopatín con el viento en contra golpeándole en la cara, Pequeña Kim se acordaba inevitablemente de Buster Keaton en “El héroe del río”, y su lucha encarnizada contra ese huracán que hacía caer todas las casas a su paso: así, imaginaba que los viejos edificios abandonados de Distrito Centro se desplomarían inexorablemente junto a ella, sin que en ningún momento llegara a alcanzarle ni una mota de polvo siquiera, mientras remontaba el barrio calle arriba (había pensado muchas veces en pedir a Txoni-el-joven que le grabara con su vieja cámara de vídeo, simulando luego de algún modo ese efecto en el ordenador, para después hacer un buen loop y proyectarlo en su próxima exposición individual).
Ser una de las mejores skaters de mundoRReal, y haber participado incluso en las competiciones oficiales de Babilonia-West, tampoco había significado su ingreso inmediato en el circuito artístico: poco a poco había comprendido, o le habían hecho comprender, que, para ser artista, además de habilidad era imprescindible tener ideas, o como solía decirse, “concepto”. Así, con la ayuda al principio de El-Puto-Amo, el más experimentado de todos sus colegas del barrio, había ido dotando a sus exhibiciones callejeras del suficiente grado de complejidad, ironía y autorreferencialidad como para que alguien pudiera llegar a calificarlas de performances en la sección de “Artes y Ferias” del Semanal de DC, la única voz autorizada. A partir de ahí, el salto a las galerías estaba garantizado.
Pese a ese primer reconocimiento público, Pequeña Kim no se tomaba sin embargo nada en serio el mundo del arte: en parte porque no lo entendía, en parte porque odiaba aquellas meriendas llenas de gente estirada los días de inauguración, y en parte porque le parecía muchísimo más excitante estritear salvajemente, con los auriculares puestos y viendo con el rabillo del ojo cómo los monos la seguían, cabreados, a muy poca distancia (las performances con contenidos de estrit estaban rigurosamente prohibidas por el “Nuevo Programa de Futuro”, puesto que estropeaban definitivamente el mobiliario urbano: hacía décadas que ya no existían partidas para su restauración en mundoRReal).
Rey Bobo y El-Puto-Amo eran sus mejores colegas, y juntos se reían de todo, pero ella sabía que, en el fondo, estaban dispuestos a cualquier cosa por lograr hacerse un verdadero nombre en el “quién es quién” del arte realista. Y llegados a ese punto, Pequeña Kim los despreciaba, porque su idiotez, consciente, le obligaba siempre a quemar las naves, olvidarse de todo y, cerrando los ojos, soñar con el viento en la cara y los ruinosos inmuebles del Distrito Centro, derrumbándose a su paso.

viernes, 6 de febrero de 2009

Donde reina la violencia. Wilding

Allí los vemos, en una de esas tantas tardes aburridas en las que no hay nada que hacer en Distrito Centro: son El-Puto-Amo, Rey Bobo y Pequeña Kim. Son tan sólo tres jóvenes sentados en sus monopatines, entre los escombros de un viejo parque abandonado. Demasiado mayores como para que ya nadie cuide de ellos. Demasiado jóvenes como para poder estar tranquilos, sin vigilar el peligro.
Aburridos del calor, aburridos de mirarse entre sí, Pequeña Kim, Reybobo y El Puto-Amo comienzan a pasear despacio en la calurosa tarde de verano del barrio: ningún otro ánimo en ellos que el de esperar a que el tiempo pase lo más rápidamente posible. “Wilding, wilding”, grita alguno de vez en cuando, sin demasiado entusiasmo, como para recordar a los otros dos que sigue allí. Nadie responde, en ningún caso. Las blancas sienes recién afeitadas del-Puto-Amo hacen que el tinte negro de su pelo brille azabache bajo el intenso sol.
De pronto, en medio de la calma chicha, saltan en todas las direcciones los cristales de una botella que Rey Bobo ha destrozado con su bate de aluminio, pero nadie se inmuta por ello: hace tanto calor que todo parece suceder a cámara lenta. “Idiota”, dice El-Puto-Amo, sin mirar atrás. “Sí”, contesta riendo Rey Bobo, los dientes siempre fuera de su boca, “era yo”. Pequeña Kim se entretiene tratando de pisar las lagartijas que a su paso salen despavoridas de sus escondrijos, aunque casi nunca llega a alcanzarlas. “Wilding, wilding”, grita alguien, y nadie contesta.

Caminan El-Puto-Amo, Rey Bobo y Pequeña Kim con las camisetas empapadas ya en sudor, mientras buscan sus ojos alguna esquina en sombra en la larga e inhóspita avenida suburbial. Cubren las caras de Pequeña Kim y Rey Bobo la sombra de sus viseras, y sólo El-Puto-Amo guiña desafiante sus ojos al sol, y deja que brille su pelo negro. El-Puto-Amo avanza primero, en solitario, flotando su mente en pensamientos vacíos. Al poco, una piedra que ha surgido detrás de él, desde algún lugar, se estrella cinco metros adelante contra una señal de tráfico oxidada. El golpe metálico retumba por todos los lados, ensordecedor, como si estuviera amplificado por el propio vacío que construye el silencio: “tú, Kim”, y El-Puto-Amo tampoco ahora se vuelve para hablarle. Tan sólo se oyen unas risas como respuesta.

Algo más lejos un grupo de niños juega a fútbol. De pronto se detienen mudos, encogidos: alguien ha avistado a lo lejos, a contraluz, la inconfundible silueta recortada (el bate de béisbol de Rey Bobo, la puntiaguda cresta del-Puto-Amo) formada por esas tres figuras que gritan “wilding, wilding”; y todos salen corriendo sin pensárselo dos veces, dejando atrás balón y mochilas. Rey Bobo, El-Puto-Amo y Pequeña Kim caminan sin darse prisa en llegar, saben que la tarde se presenta larga y no conviene desperdiciar demasiado pronto las posibles diversiones. Rey Bobo golpea con su bate una de las mochilas, que, como un animal despanzurrado, deja salir desordenadamente de su interior un bocadillo, un viejo walkman, algún bolígrafo. Nada de aquello les interesa, pero Rey Bobo se entretiene con el bocadillo esparcido por el suelo, primero desmenuzándolo, luego amasándolo con la punta de su bate. Pequeña Kim lanza entonces su navaja desde la distancia, y ésta se clava de forma impecable en el balón, que se desinfla rápidamente dejando escapar la vida de su interior, listo para ser disecado. El-Puto-Amo parece por un momento estar a punto de sentir que se aburre con sus colegas: las mismas idioteces, iguales payasadas, siempre. Pero el calor no le deja pensar con claridad, y el malestar que le ronda no logra dar paso a la crisis necesaria, por lo que opta por intentar ser práctico: se agacha hasta una de las mochilas que ha quedado bajo sus pies, la abre y encuentra dentro de ella una pequeña botella de agua que, aunque caliente, sirve para refrescarle algo la cara, el cuello, la cabeza. “Eh, deja un poco” pero ya cae la botella de plástico vacía, como a cámara lenta (¿será el calor?), rebotando contra el suelo. El-Puto-Amo se esmera ahora tratando de levantar y perfilar su cresta mojada, mientras Reybobo y Pequeña Kim se afanan inútilmente en buscar algo de agua en el resto de las mochilas abandonadas a la carrera. Tarde calurosa de verano en el barrio, “wilding, wilding”, y nadie contesta.

Y entonces, como si se tratara de una figura del I-Ching, llega “lo inesperado”: una corriente de aire caliente avanza desde el callejón más próximo y los alcanza, envolviéndolos en una nube de polvo inmensa que entre ellos se levanta y va haciéndose espesa, hasta el punto de que se pierden de vista entre sí, quedando cada cual totalmente solo y aislado, qué momento de belleza y de calma interior. La luz filtrada por el polvo es de un intenso amarillo y el silencio de la tarde del barrio parece hacerse especialmente denso en ese suspensión sensorial, onírica, en la que cada uno de los tres vive por unos instantes, separadamente. Y súbitamente El-Puto-Amo siente que algo cambia, algo surge dentro de sí, como una ola de fuerza y luz, y no sabe lo que es, pero avanza imparable, hasta instalarse finalmente como un apretado nudo en su garganta, que poco a poco se deshace dejando salir las siguientes palabras, mientras su mirada queda perdida en un infinito tremendamente inmediato:

“y que hubiera de temer mi vida del postrer aullido / si mi alma queda en calma cuando la baña tal luz divina, / si de mi cuerpo todo se desprende el más dulce de los aromas, / si ya no cabe en mi pecho ni el más tenue de los suspiros, / si ya no puedo sentir más que esta plenitud de gozo y amor…”

Y mientras El-Puto-Amo aún no ha terminado de decir estas últimas palabras la nube de polvo se disipa. Abre despacio entonces los ojos y encuentra junto a él, a sus pies arrodillados, a Rey Bobo y Pequeña Kim: y ve cómo unas gruesas lágrimas de amor y agradecimiento surcan sus sucias mejillas empolvadas de amarillo. Y, secretamente, decide también él amarlos de por vida.