lunes, 9 de febrero de 2009

Donde reina la violencia. El sueño de Pequeña Kim

Cuando, en tardes como ésta (recién salida del maco), surcaba las calles montada en su monopatín con el viento en contra golpeándole en la cara, Pequeña Kim se acordaba inevitablemente de Buster Keaton en “El héroe del río”, y su lucha encarnizada contra ese huracán que hacía caer todas las casas a su paso: así, imaginaba que los viejos edificios abandonados de Distrito Centro se desplomarían inexorablemente junto a ella, sin que en ningún momento llegara a alcanzarle ni una mota de polvo siquiera, mientras remontaba el barrio calle arriba (había pensado muchas veces en pedir a Txoni-el-joven que le grabara con su vieja cámara de vídeo, simulando luego de algún modo ese efecto en el ordenador, para después hacer un buen loop y proyectarlo en su próxima exposición individual).
Ser una de las mejores skaters de mundoRReal, y haber participado incluso en las competiciones oficiales de Babilonia-West, tampoco había significado su ingreso inmediato en el circuito artístico: poco a poco había comprendido, o le habían hecho comprender, que, para ser artista, además de habilidad era imprescindible tener ideas, o como solía decirse, “concepto”. Así, con la ayuda al principio de El-Puto-Amo, el más experimentado de todos sus colegas del barrio, había ido dotando a sus exhibiciones callejeras del suficiente grado de complejidad, ironía y autorreferencialidad como para que alguien pudiera llegar a calificarlas de performances en la sección de “Artes y Ferias” del Semanal de DC, la única voz autorizada. A partir de ahí, el salto a las galerías estaba garantizado.
Pese a ese primer reconocimiento público, Pequeña Kim no se tomaba sin embargo nada en serio el mundo del arte: en parte porque no lo entendía, en parte porque odiaba aquellas meriendas llenas de gente estirada los días de inauguración, y en parte porque le parecía muchísimo más excitante estritear salvajemente, con los auriculares puestos y viendo con el rabillo del ojo cómo los monos la seguían, cabreados, a muy poca distancia (las performances con contenidos de estrit estaban rigurosamente prohibidas por el “Nuevo Programa de Futuro”, puesto que estropeaban definitivamente el mobiliario urbano: hacía décadas que ya no existían partidas para su restauración en mundoRReal).
Rey Bobo y El-Puto-Amo eran sus mejores colegas, y juntos se reían de todo, pero ella sabía que, en el fondo, estaban dispuestos a cualquier cosa por lograr hacerse un verdadero nombre en el “quién es quién” del arte realista. Y llegados a ese punto, Pequeña Kim los despreciaba, porque su idiotez, consciente, le obligaba siempre a quemar las naves, olvidarse de todo y, cerrando los ojos, soñar con el viento en la cara y los ruinosos inmuebles del Distrito Centro, derrumbándose a su paso.

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