viernes, 6 de febrero de 2009

Donde reina la violencia. Wilding

Allí los vemos, en una de esas tantas tardes aburridas en las que no hay nada que hacer en Distrito Centro: son El-Puto-Amo, Rey Bobo y Pequeña Kim. Son tan sólo tres jóvenes sentados en sus monopatines, entre los escombros de un viejo parque abandonado. Demasiado mayores como para que ya nadie cuide de ellos. Demasiado jóvenes como para poder estar tranquilos, sin vigilar el peligro.
Aburridos del calor, aburridos de mirarse entre sí, Pequeña Kim, Reybobo y El Puto-Amo comienzan a pasear despacio en la calurosa tarde de verano del barrio: ningún otro ánimo en ellos que el de esperar a que el tiempo pase lo más rápidamente posible. “Wilding, wilding”, grita alguno de vez en cuando, sin demasiado entusiasmo, como para recordar a los otros dos que sigue allí. Nadie responde, en ningún caso. Las blancas sienes recién afeitadas del-Puto-Amo hacen que el tinte negro de su pelo brille azabache bajo el intenso sol.
De pronto, en medio de la calma chicha, saltan en todas las direcciones los cristales de una botella que Rey Bobo ha destrozado con su bate de aluminio, pero nadie se inmuta por ello: hace tanto calor que todo parece suceder a cámara lenta. “Idiota”, dice El-Puto-Amo, sin mirar atrás. “Sí”, contesta riendo Rey Bobo, los dientes siempre fuera de su boca, “era yo”. Pequeña Kim se entretiene tratando de pisar las lagartijas que a su paso salen despavoridas de sus escondrijos, aunque casi nunca llega a alcanzarlas. “Wilding, wilding”, grita alguien, y nadie contesta.

Caminan El-Puto-Amo, Rey Bobo y Pequeña Kim con las camisetas empapadas ya en sudor, mientras buscan sus ojos alguna esquina en sombra en la larga e inhóspita avenida suburbial. Cubren las caras de Pequeña Kim y Rey Bobo la sombra de sus viseras, y sólo El-Puto-Amo guiña desafiante sus ojos al sol, y deja que brille su pelo negro. El-Puto-Amo avanza primero, en solitario, flotando su mente en pensamientos vacíos. Al poco, una piedra que ha surgido detrás de él, desde algún lugar, se estrella cinco metros adelante contra una señal de tráfico oxidada. El golpe metálico retumba por todos los lados, ensordecedor, como si estuviera amplificado por el propio vacío que construye el silencio: “tú, Kim”, y El-Puto-Amo tampoco ahora se vuelve para hablarle. Tan sólo se oyen unas risas como respuesta.

Algo más lejos un grupo de niños juega a fútbol. De pronto se detienen mudos, encogidos: alguien ha avistado a lo lejos, a contraluz, la inconfundible silueta recortada (el bate de béisbol de Rey Bobo, la puntiaguda cresta del-Puto-Amo) formada por esas tres figuras que gritan “wilding, wilding”; y todos salen corriendo sin pensárselo dos veces, dejando atrás balón y mochilas. Rey Bobo, El-Puto-Amo y Pequeña Kim caminan sin darse prisa en llegar, saben que la tarde se presenta larga y no conviene desperdiciar demasiado pronto las posibles diversiones. Rey Bobo golpea con su bate una de las mochilas, que, como un animal despanzurrado, deja salir desordenadamente de su interior un bocadillo, un viejo walkman, algún bolígrafo. Nada de aquello les interesa, pero Rey Bobo se entretiene con el bocadillo esparcido por el suelo, primero desmenuzándolo, luego amasándolo con la punta de su bate. Pequeña Kim lanza entonces su navaja desde la distancia, y ésta se clava de forma impecable en el balón, que se desinfla rápidamente dejando escapar la vida de su interior, listo para ser disecado. El-Puto-Amo parece por un momento estar a punto de sentir que se aburre con sus colegas: las mismas idioteces, iguales payasadas, siempre. Pero el calor no le deja pensar con claridad, y el malestar que le ronda no logra dar paso a la crisis necesaria, por lo que opta por intentar ser práctico: se agacha hasta una de las mochilas que ha quedado bajo sus pies, la abre y encuentra dentro de ella una pequeña botella de agua que, aunque caliente, sirve para refrescarle algo la cara, el cuello, la cabeza. “Eh, deja un poco” pero ya cae la botella de plástico vacía, como a cámara lenta (¿será el calor?), rebotando contra el suelo. El-Puto-Amo se esmera ahora tratando de levantar y perfilar su cresta mojada, mientras Reybobo y Pequeña Kim se afanan inútilmente en buscar algo de agua en el resto de las mochilas abandonadas a la carrera. Tarde calurosa de verano en el barrio, “wilding, wilding”, y nadie contesta.

Y entonces, como si se tratara de una figura del I-Ching, llega “lo inesperado”: una corriente de aire caliente avanza desde el callejón más próximo y los alcanza, envolviéndolos en una nube de polvo inmensa que entre ellos se levanta y va haciéndose espesa, hasta el punto de que se pierden de vista entre sí, quedando cada cual totalmente solo y aislado, qué momento de belleza y de calma interior. La luz filtrada por el polvo es de un intenso amarillo y el silencio de la tarde del barrio parece hacerse especialmente denso en ese suspensión sensorial, onírica, en la que cada uno de los tres vive por unos instantes, separadamente. Y súbitamente El-Puto-Amo siente que algo cambia, algo surge dentro de sí, como una ola de fuerza y luz, y no sabe lo que es, pero avanza imparable, hasta instalarse finalmente como un apretado nudo en su garganta, que poco a poco se deshace dejando salir las siguientes palabras, mientras su mirada queda perdida en un infinito tremendamente inmediato:

“y que hubiera de temer mi vida del postrer aullido / si mi alma queda en calma cuando la baña tal luz divina, / si de mi cuerpo todo se desprende el más dulce de los aromas, / si ya no cabe en mi pecho ni el más tenue de los suspiros, / si ya no puedo sentir más que esta plenitud de gozo y amor…”

Y mientras El-Puto-Amo aún no ha terminado de decir estas últimas palabras la nube de polvo se disipa. Abre despacio entonces los ojos y encuentra junto a él, a sus pies arrodillados, a Rey Bobo y Pequeña Kim: y ve cómo unas gruesas lágrimas de amor y agradecimiento surcan sus sucias mejillas empolvadas de amarillo. Y, secretamente, decide también él amarlos de por vida.

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